Eduardo no dejaba de mirar por la ventana. La temperatura apenas superaba los cero grados centígrados pero él sentía un calor infernal. Los pequeños vellos que cubrían su pecho descubierto se erizaban con el viento helado que recorría su habitación.
La ventana, qué tentación. Caer, simplemente caer. Dejar de pensar. Aunque sabía que caerse desde esa altura no representaría mayor cosa que un par de huesos rotos y alguna contusión. Gruñó con desdén y colgó de una de sus piernas en el borde de la ventana, mecerse implica caer. Decide no hacerlo, hoy tiene una cita y es descortés llegar tarde.
Elige un suéter de mala gana, y cubre sus hombros con el abrigo Dior Homme que le heredó su padre. Recordaba la asombrosa historia de sus viajes y de cómo había conseguido su preciado abrigo, historia asombrosamente falsa de un abrigo de un par de colecciones anteriores.
Bebe dos tazas de café y un cansancio profundo lo toma por sorpresa. Maldice sus bostezos, el sueño ha sabido llegar después de tantas noches de insomnio. Abre su ordenador con intención de revisar su mail, alguna información adicional sobre quien lo vería hoy. Encima de su ordenador, una cantidad de trozos de papel llenos de apuntes sin sentido aparente lo desespera, necesita organizarlos de alguna forma, o simplemente prenderles fuego para acabar con sus ideas disparejas. Recuerda sus manos, mucho más largas que las suyas. Recuerda cuando husmeaba con su rostro como un cachorro entre sus ocupadas manos. Un suspiro se atraviesa entre su pecho y su espalda.
Decide tomar su automóvil, llegará con anticipación suficiente para conocer con detalle lo que sucederá. Revisa su rostro antes de salir, sus huesos están más marcados y sus ojeras son profundas. Sus ojos marrones se ven más grandes y su cara paliducha lo hacen ver viejo, a pesar de cumplir veinticinco años la semana pasada. Siempre le habían dicho que era atractivo aunque le tuviera cierto desprecio al personaje pintoresco que veía en el espejo día tras día.
Se detiene en el semáforo, enciende un cigarrillo. Cómo se enfadaría su padre, le quitaría el humeante trozo de papel de su boca y lo lanzaría por la ventana. Es más, ni siquiera lo dejaría conducir, le diría que visitara a su terapeuta, y que conociera a alguien más. También él se había ido y Eduardo cumplía su promesa de pensarlo siempre.
En el estacionamiento, una cara hizo que le recordara. Ni siquiera podía seguir fingiendo una sonrisa. Era descortés aparecer con su mal semblante ante un desconocido. Apagó el motor, el cansancio le impedía caminar al ritmo en el que lo haría en cualquier otra ocasión. Solía caminar rápido, sin bastón, soportando el dolor de sus rodillas, evitando a toda costa encontrarse con algún viejo conocido de sus días buenos. En el reflejo del vidrio de su auto, descubrió su cabello alborotado que organizó con su mano izquierda. Tuvo que regresar al auto por su bastón. Sabía que éste no sería un día bueno.
Llegó con más de media hora de anticipación, sin poder escoger alguna buena mesa se ha sentado en la barra. Pidió un vaso de agua, recordando las llaves de su carro en su mano derecha. La hora se acercaba.
Allí estaba, igual a la previa descripción dada por una de sus antiguas amigas. Se arregló un poco el cuello de la camisa, y sonrío. Su asombro lo dejó en silencio, era diferente a la descripción, sus ojos tenían un brillo que no esperaba, y su cabello negro relucía con la iluminación del lugar. Llevaba un sobre de cuero bajo el brazo, y se retiraba los lentes de sol que sostenían su cabello que se notaba recién cortado. También llevaba un abrigo marrón, tal vez un trench de Burberry. Eduardo miraba con detenimiento desde la barra, la forma en como se ubicó en una mesa cercana a él. Decidió alejar la mirada, no quería ser observado husmeando.
Aunque las llaves de su automóvil seguían tintineando, decidió pedir un escocés sencillo y viajaría en metro. Se bajaba de su silla con intención de acercarse, y algo lo detenía. Recordó su cabello rojizo, siempre cubierto con un sombrero, él era el único que podía descubrirlo a su merced. Una tremenda frustración lo invadía, llenando sus ojos de lágrimas. Era descortés no presentarse.
Empeñado en llegar a la mesa, se puso de pie para poder acercarse. El dolor en su rodilla le recordaba su infancia, la quietud era su amiga inseparable. Se esforzó en mantenerse de pie y aproximarse con sagacidad. Ensimismado, sólo pudo caer, su rodilla crujió y el dolor se hizo insoportable. Su cabeza se llenaba de recuerdos borrosos, miraba de reojo a la secuencia de hechos afortunadamente desastrosos que lo que lo tenía sumido en su desgracia. Quería llorar, aún le debía otro mar de lágrimas. La caída lo hizo regresar al día donde le conoció, sintió de nuevo el calor de su mano que lo sostuvo con fuerza pero sin maltratarlo, y su brazo sosteniéndolo para evitar otra caída. Mientras estuvo, nunca había caído.
Con dificultad, y un par de lágrimas, se levantó en silencio. Nadie se acercó, ninguna mano le ayudaría a volver a levantarse. Volvió a su silla, pidió otro escocés, esta vez con hielo, y siguió oculto examinándole. De nuevo quería estar allí, y por lo menos saber de qué se estaba perdiendo.
Se notaba impaciente, buscaba con desesperación algo en su sobre de charol. No se parecía en nada. Su cabello azabache distaba de ser el manojo de mechones rojizos que solía acariciar hasta verle en un sueño profundo. Y sus ojos verdes no eran el marrón donde se perdía por horas. Y su figura delgaducha estaba lejos de la figura de espalda ancha y porte imponente. Sólo quería regresar a su casa, en un intento fallido de regresar el tiempo. Sólo quería verle de nuevo, oírle de nuevo. Así ya no fuera posible.
Decidido, pidió un Martini seco, el trago de su padre. Al primer sorbo entendió por qué se había prohibido beber este cóctel. Recordó las noches heladas donde su padre se recostaba a su lado, dejándolo llorar en silencio, y contándole las historias de su madre, la misma que se había negado a verlo desde hace más de un par de años. Su voz lo tranquilizaba. Tenía que huir, muy descortés de su parte irse sin saludar, pero el cansancio lo vencía. Le pidió al hombre de la barra que le acercara otro Martini seco a quien lo esperaba. Cuando lo recibió, se volteó a ver si era a quien llevaba esperando tanto tiempo pero lo único que pudo ver fue un anciano que de espalda salía del lugar, caminando a paso lento con su bastón negro.
El viento helado le golpeaba la cara, haciéndolo sentir vivo. Decidió hacer un giro inesperado, para encontrarse con el café donde tantas horas había quemado, perdido en ese par de ojos marrones, en alguna conversación sencilla donde hablaban de todo y no hablaban de nada. Pasaba sus manos por su espalda, por su abdomen, por su pecho. Rozó sus labios con sus dedos, recordando sus besos con sabor a anís. Cerró los ojos, esperando que lo tomara por sorpresa. Y nada sucedió, solo el frío de un invierno despiadado. Con fiereza, lanzó su bastón, y siguió caminando.
Paró un taxi, le dio un par de indicaciones y bajó su ventanilla. Perdido en el ruido de una ciudad afanosa de vivir horas como segundos, encendió un cigarrillo, llenándose los pulmones de humo gris, acabándolo en un par de minutos. La cajetilla estaba vacía, y la ansiedad se apoderaba de sus sentidos. Pagó, abrió la puerta y se bajó con delicadeza.
De nuevo el suelo de la calle se hacía cargo de él, y un montículo de cemento lo hizo caer de nuevo. Ya no quería levantarse, no habría ningún motivo para seguir de pie. Ni su padre lo levantaría con un dulce gesto y un beso en su adolorida rodilla, ni vería de nuevo aquellos ojos marrones angustiados por tenerlo de pie, incansables por no verlo caer, nunca. Cierra sus ojos, y siente las pequeñas piedras como una caricia.
Qué ridículo seguir allí, acobardado por el futuro. Decide subir hasta el último piso de su residencia, con la excusa de ver el cielo nublado. El único límite era una pequeña barrera de concreto. Enciende otro cigarrillo, sin darle una calada, aspira el aroma que desprende. Se siente sucio, y lo apaga con fuerza contra el suelo. Sonríe, próximo a una caída donde ya no esperará que alguien lo ayude a levantarse.
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