Se quedará sola, lo sabe. Sus ojos grises miran al suelo, contando los pasos que da, caminando en círculos, llevando sobre sus hombros el peso de una vida vacía. Decide cubrir los espejos de su casa, ya no quiere ver en su cara la desdicha, la frustración y la impotencia de sus rasgos simplones y su cara feúcha. Le pesa respirar.
Mira a la ventana, y el cielo resplandeciente le quema los ojos. Su apartamento da a una vía principal, y detalla los carros que se atascan en el tráfico. Una pareja se detiene justo en la mitad del andén frente a su edificio. En sus ojos se percibe esa paz que sólo tienen los enamorados. Observa con detenimiento, y desea lanzar algún objeto que los haga salir de su ensimismamiento, traerlos de vuelta a su realidad. Se siente sola, como nunca. Un frío indescriptible le golpea la nuca. Quiere apagar el sol, y no lo logra.
Decide salir a caminar, beber otra botella de algún licor amargo que la haga sentir viva. Se siente traicionada, defraudada de sí misma, la culpa de saber que se equivocó. No sabe en qué, no sabe cómo, no sabe cuándo. Pero sabe que se equivocó, cuando todo escapó de sus manos.
En un gesto de desesperación, ojea la lista de contactos de su teléfono. Aún conserva los números de teléfono de sus compañeros de oficina. Regresaron a su mente los días que se quedó hasta la madrugada en la oficina. Su horario le exigía estar allí nueve horas al día, y ella pasaba más de trece, en el afán de llenar su cabeza de algo. Y de no llegar a casa, a dormir de un lado de su cama doble, como si alguien fuera a llegar y a recostarse a su lado. Como si alguien quisiera amanecer con ella, y no desaparecer a la hora del desayuno. Ya no tenía trabajo, y el ocio era su único compañero.
Sigue perdida en sus sueños de niña, esperando a que aquel caballero de brillante armadura aparezca ante sus ojos tristes, y le dé un beso que le recuerde que aún siente. Pero no aparece. Y ella ya dejó de buscarlo.
Por lo menos una vez al día piensa en aquel personaje sin rostro. Las ilusiones de los que nunca hemos tenido nada. Piensa en cada uno de ellos, todos los que pasaron por su vida, los muchos, los pocos, los buenos y los malos. Y ya todos se han ido.
Recorre su piel con las yemas de sus dedos, buscando en su cuerpo la respuesta. Sus huesos marcados son lo único que la sostiene. Toma del recipiente otra pastilla, de esas que la hacen seguir. Saldrá, tomará el autobús esperando hallar algo en su camino.
La gente, los mira a todos y a cada uno, esperando encontrar un ligero brillo en sus pupilas que le diga que tiene una esperanza. Y sólo descubre cuerpos cansados de miradas vacías. Igual a la de todos aquellos que la amaron por horas, y la abandonaron sumida en un agujero.
Yo sólo espero a alguien que me recuerde que el precio de mi piel,; alguien puede decidir estar aquí por su voluntad, algo debe quedar dentro de mí, una llama oculta que pelea por mantenerse viva. Sonríe.
¿En algún lugar estará él, protector, dedicado, con cicatrices, que la espere? Liliana tiene la vida en sus manos, es dueña de los segundos que tiene adelante. Recuerda la primera vez que describió al caballero de brillante armadura. El caballero sin rostro, que daba su vida por ella, que no se iba ante la tempestad, que no conocía sus triunfos, y se maravillaba en sus manías. Aquel que sabía qué hacer.
Se siente vieja, cansada de poner empeño en una vida sin sentido, serie de hechos fortuitos, montaña rusa. Cansada del esperar un día siguiente, que sea bueno, sabiendo de antemano que no lo sería. Cansada de sus planes rotos, de tener en sus manos las cenizas de lo construido por esas mismas manos. Se detalla en el reflejo del vidrio, y su cara no está tan mal, no está igual que ayer.
Su infancia aparece en imágenes recortadas. Su sueño frustrado de aprender a montar una bicicleta, y las compañeras de juegos que nunca tuvo. Su timidez extrema que la hizo permanecer lejos de todo. No tenía buenos recuerdos, de nada.
Se sentía culpable, de haber dejado todo de lado, de no haber puesto suficiente esfuerzo. Sabe que algo le faltó, y no sabe qué es. Y mira de nuevo los rostros de cada pasajero. No recuerda con precisión el momento en que su vida se transformó en esta tragicomedia, de no saber si reír o llorar, o tal vez reír y llorar.
Sólo quiere regresar el tiempo, volver a sus amores juveniles, volver a ese momento en donde todo llevaba un orden. Diez, o quince años tal vez. Y llenarse de esa energía que hoy le faltaba. Mira de nuevo el frasco de sus pastillas y recuerda que debe ir con su médico por una nueva dotación de vida.
Regresa a su casa, con las mejillas húmedas. Se acerca al bar por un trago de escocés. Y mira de reojo su habitación desordenada, y halla a esa mujer de holgado vestido negro que se recuesta en su cama, y le abre los brazos. La soledad la llama a que se acueste. Son las once de la mañana, y su día ya ha terminado.